Son las diez y cuarto de la mañana. Los niños van llegando poco a poco, a su ritmo, relajadamente. Ahora mismo hay cuatro y todavía falta por llegar uno que ha debido levantarse hoy un poco más tarde, o tal vez se entretuvo jugando en casa en el último momento. Nuestras familias no tienen que arrastrar a los niños a toda prisa y empezar abonando el día con tensiones artificiales sólo para llegar con puntualidad británica.
Cada uno es recibido por la maestra, que lo acompaña adentro tomándolo del hombro, preguntándole qué tal ha dormido, o quizás cómo fue el cumpleaños al que estaba invitado ayer. Algunos padres y madres se quedan un ratito reclamados por su hijo/a, o simplemente porque les apetece. Cada uno dedica estos primeros minutos de la mañana a lo que prefiere: algunos se entretienen haciendo puzzles, otros disfrazándose o jugando a las tiendas, otros construyendo una granja en el arenero. Los más inquietos prefieren salir al jardín y correr y saltar un rato para quemar parte de las energías acumuladas durante la noche.
Un poco después empieza el proyecto del día. Hoy van a aprender a hacer pan. Aunque la participación es voluntaria, la perspectiva de amasar la harina y embadurnar toda la cocina de blanco sin adultos pesados que empiecen a recriminarles que van a mancharlo todo es demasiado atractiva como para dejarla pasar. Unos minutos después, con las manos limpias y el pelo recogido, alrededor de la gran mesa de la cocina cinco niños y niñas de entre 2 y 5 años amasan pan en ese silencio relajado que siempre acompaña al trabajo hecho a conciencia.
Después, con el pan cociendo en el horno, llega la hora del desayuno. Todos colaboran en poner la mesa y preparar la comida. Hoy han decidido desayunar en el jardín, porque luce el sol y hace uno de esos cálidos días de enero que invitan a la manga corta y que le recuerdan a uno por qué es afortunado de vivir en Almería.
Desayunan entre bromas y risas, compartiendo y discutiendo. Mientras recogen los cacharros sucios se inicia una pequeña batalla campal con migas de pan. El sol y las risas avivan sus cuerpos y sus almas mientras otros niños de su edad, no muy lejos, permanecen sentados durante largas horas en frías aulas estandarizadas iluminadas por tubos fluorescentes.
Un rato después, algunos improvisan un teatro con títeres en el escenario que construyeron hace unos días reciclando cajas de cartón usadas. Pronto la obra de teatro se convierte en un concierto para xilófono, maracas y tambor que es acompañado con aplausos y jolgorios varios. Otros niños, sin embargo, han preferido jugar al escondite en el jardín. En nuestra escuela no hay imposiciones y sólo pedimos que se respeten estas tres reglas: todo lo que se coge debe devolverse a su lugar, no se agrede ni se insulta a nadie, y no se toma ningún objeto que en ese momento esté siendo usado por otra persona.
La mañana ha transcurrido en un suspiro y, a eso de la una, todos se reúnen en la cabaña para escuchar un cuento. La sencilla estructura de madera de pita con paredes de tela decoradas por ellos mismos les confiere una acogedora sensación de recogimiento mientras la maestra habla de árboles mágicos y aventuras extraordinarias. Cuando, media hora después, los padres y madres empiezan a asomarse a la puerta, no entienden por qué sus hijos buscan entre la hierba frutos mágicos imaginarios que un malvado brujo escondió para que nadie los encontrara.
Los niños han acabado la mañana sudorosos, cansados y felices. Cuando muestran a sus padres sus bollos de pan casero cuidadosamente envueltos en papel, un brillo especial aparece en sus ojos. Ese íntimo orgullo de saberse capaces y respetados es el bagaje que se llevan hoy en la mochila. En nuestra escuela no rellenan fichas anodinas, no aprenden a golpe de currículum, no escriben su nombre hasta que ellos mismos no lo desean, no recitan de memoria las tablas de multiplicar como letanías murmuradas en idiomas arcanos. En cambio, aprenden algo mucho más fundamental: a recordar que un día supieron que era posible hacer cualquier cosa que pudiesen imaginar.